4.28.2013

Comunicar.


Un grupo de universidades y de escuelas de negocios francesas ha tenido el acierto de cuantificar lo que se pierde –o se deja de ganar- por la deficiente redacción de informes, dictámenes o simples cartas en el ámbito empresarial.

No cuesta imaginar que si un posible cliente recibe una comunicación mal escrita, pueda pensar que la misma desidia empleada en la escritura del texto en cuestión se repita en otros estamentos de quien pretende ser su proveedor y prefiera a otra empresa que explique la bondad de su oferta con mayor pulcritud y respeto de la ortografía y de la sintaxis.

La responsabilidad de este estado de cosas ha de atribuirse en su totalidad al empresario que no exige de sus colaboradores un conocimiento exhaustivo del lenguaje, sea hablado o escrito. 

Los documentos escritos lo son generalmente para ser leídos sin dificultad por otra persona. De ese modo conseguimos que se nos entienda y que se entiendan en consecuencia los argumentos con los cuales queremos convencer a un posible cliente o a cualquier otro destinatario. Si el texto parece redactado por un alumno de primero de ESO o está plagado de faltas de ortografía o, sencillamente, es incomprensible, quien lo recibe lo interpreta como lo que es: una falta de respeto de descalifica a quien lo envía.

Igual que no imaginamos manchas en las servilletas de un restaurante o en las alfombrillas de un coche nuevo, igual que no toleramos que el constructor nos entregue tabiques agrietados o el pescadero productos en mal estado, nos cuesta entender que alguien nos remita un escrito mal redactado.

La cosa se agrava cuando el documento lo firma un profesional o una empresa dedicada a la comunicación y que actúa en ese momento por cuenta de un cliente. En esa circunstancia la mala presentación de lo que se pretende comunicar repercute directamente en la valoración de la empresa cliente del desalmado, brindando una pésima imagen de ella y consecuencias negativas en la relación entre proveedor y cliente que el profesional de la comunicación ha de cuidar por compromiso contractual.

De todo ello resultan pérdidas de clientes –pocas cosas inspiran mayor desconfianza que la comunicación chapucera- y otros desastres que no siempre se entienden en un primer momento.

El análisis es sencillo. Si mi proveedor descuida los detalles hasta ese punto, es fácil pensar que los seguirá descuidando en sus compromisos, en los plazos de entrega, en la calidad de los productos y en los términos generales de los acuerdos suscritos.

Si, por el contrario, cuida y es minucioso en la redacción de documentos, en la exactitud de los datos y en la pulcritud y puntualidad de los compromisos, es lógico pensar que lo seguirá siendo en al ámbito del servicio en sí mismo.

Los ejemplos son numerosos y fáciles de entender. Desde la fachada de un edificio o el escaparate de una tienda o la carta de un restaurante, pasando por los folletos, documentación, circulares u otros instrumentos de comunicación.

Si unos y otros presentan mal aspecto o los carteles están mal escritos o sucios o descuidados o se han redactado de cualquier modo, los productos y la calidad del establecimiento o negocio se regirán por parecidos parámetros de exigencia. Mal asunto.

Escribo esto a raíz de haber mantenido un intercambio de correos profesionales con la responsable de comunicación de un negocio emergente de gastronomía. Una colaboradora externa que con su pésimo dominio de la lengua en la que nos expresábamos, el catalán, dejaba por los suelos la empresa que representaba y que debiera ser más exigente a la hora de seleccionar quien ejerce de voz e imagen de la compañía.

En un panorama de competitividad feroz hay que cuidar las formas, además del fondo.


Pierre Roca